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Vuelven a no hacer nada. Y quizá no sepan qué hacer al servicio de los españoles. Ni cómo. Ni cuándo. Su agenda es otra. La prueba ya no es de algodón, sino de PIB. De cálculo real de destrozo; no de improvisación sonrojante en televisión. Pero hay algo aún más grave en tanta negligencia. Que no quieran hacerlo. La pasividad del gobierno ante los continuos rebrotes del coronavirus se remonta al propio estado de alarma. Nunca supieron qué hacer e hicieron justo lo contrario de lo que debían. 

Entonces, ignoraban las cifras de las comunidades autónomas y tapaban los muertos bajo la alfombra de la sala de prensa de Moncloa. Con chulerías y amenazas propias de regímenes no democráticos en los que se miran. Ahora, el presidente del gobierno prefiere esconderse y aparecer en vídeos enlatados, mientras su testaferro Fernando Simón se ríe de todos los españoles sobre una tabla de surf en el Atlántico.

Tablazo rasa quiso hacer el gobierno desde el inicio de la pandemia. Creando una continua historia de mentiras para tapar su contraindicación ideológica, que culmina, por ahora, con el reconocimiento de que nunca hubo comité de expertos en el diseño de su llamada desescalada. Han inventado hasta las palabras y muchos, con presunción de capacidad, las han aprendido y asumido. Y así, la historia ha sido hasta ahora de fácil digestión social. Hasta quienes nunca les votarán han llegado a compadecerse de su incompetencia. No por mérito propio, sino por demérito de quienes pelean por el cargo honorífico de jefe de la oposición y prefieren no ser tachados de crispar a justificar el sueldo que perciben íntegramente con o sin pandemia. 

Ante una crisis sanitaria, económica y social como la que sufrimos, aspirar únicamente a proponer sin creer que algún día dispondrán es, cuanto menos, frustrante para quienes aún tenemos hilos de esperanza. Frustrante es, en realidad, percibir cada día cómo la alternativa real a este gobierno, que no es otra que el Partido Popular, alimenta un rol de segundo en la fila y permanece inmóvil en él. Mientras, España se hunde a base de disparar contra sí misma. 

Es lo que siguen haciendo ahora quienes ocupan el gobierno. Su aberrante simplicidad ideológica ha creado un marco sin complejos dispuesto a derribar el régimen constitucional del 78 a cualquier precio. Contra la Monarquía, garante de la nación, denostando el legado del Rey Juan Carlos, y a favor del régimen que provocó la mayor destrucción humana y social. Contra la justicia, y a favor de la adulteración de la separación de poderes. Contra los españoles, contra su salud y contra sus intereses económicos, y a favor de una autarquía trasnochada que alienta Bruselas y que reconduce Holanda como único faro entre tanto buenismo y tanto miedo. 

El gobierno lo forman PSOE y Podemos. Y lo sostienen Sánchez e Iglesias. A cualquier precio. Y todos los que les conceden el oxígeno cómplice; unos, sin tapujos. Otros, bajo el mantra de la falsa responsabilidad de Estado. Esto, por obvio que parezca, necesita de aclaración. Para que nadie siga sujetando la venda con la sonrisa nerviosa de no saber qué hacer para caer en gracia a quien nunca caerá en gracia si es lo único que pretende.

PSOE y Podemos quieren convertir el insultante rescate europeo en el triunfo de su incompetencia. Cuando el rescate era una ofensa, nadie aplaudía. Ahora supone el reconocimiento de quienes no tienen más aspiración que la de ejercer de sostén. La imagen enlatada es una de las mayores ofensas a los españoles en la historia reciente, después de la corrupción de Estado felipista y del nuevo guerracivilismo de Zapatero. Lo mismo que han hecho Irán y Venezuela desde fuera, lo hacen los conversos que han renunciado a su compromiso democrático por el plato de lentejas que representan el sillón y el maletín. Y al frente, el Sánchez más enajenado, envuelto en el neoneronismo que otro le dibuja, y el Iglesias usurpador de la división de poderes, pero cada día más cerca del banquillo de los violadores de la ley. 

El estado de excepción encubierto y claramente inconstitucional fue la cortina espesa del humo tóxico que ha traído Sánchez a nuestra democracia. Si alguna vez dejó de serlo, el gobierno de España vuelve a ser el asombro del mundo por su incapacidad de controlar el rebrote del coronavirus. Y por su negligencia. En febrero, por decidida improvisación. Ahora, por una posición concienzuda ante los gobiernos autonómicos. Y suicida. 

El gobierno estiró al máximo los tiempos de control absoluto para renunciar por completo ahora a tan siquiera establecer una estrategia nacional. A cumplir la ley, en otras palabras. Y alguien debe decírselo con la firmeza y la gravedad propia de la situación. Presentar una moción de censura sería un paso acertado si la hubiera presentado quien tiene vocación de gobierno y alma de unidad. Al menos, teórica. Pero en la oposición se miden hoy la tibieza y la anticipación en roles equivocados. Y Sánchez e Iglesias respirarán mientras el electorado se mantenga fratricidamente dividido. 

El problema siempre es el posicionamiento. El problema es el temor a arriesgar. O quizá no tener claro qué significa arriesgar. Y el problema es la incapacidad de ilusionar y convencer. El problema es, en definitiva, entender la política como lo que no es y no entenderla como lo que es. Mientras, la calle sufre por millones de parados y por la amenaza incontrolada del virus. Pero nadie va a perdonar el verano y nadie va a evitar un nuevo y temprano confinamiento. Nadie pone, por tanto, sobre la mesa los bemoles que demanda el timón de la nación.  

Y alguien debe volver a jugarse el tipo por España. A pesar de su prestigio. Y de su puesto. Y de su sueldo. Y de tanto como impide ser hoy un político sin costuras.

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