La calle es liberación. La cámara abierta de reivindicaciones eternas. Y falaces. Hasta de conquistar los cielos se ha hablado en ella, cuando el deseo real era robar conciencias y llegar al banco azul. El derecho ha sido siempre más fuerte que el deseo de reprimirlo. Todos la han coloreado. De rojos a azules, sin olvidar los Grises. Incluso cuando los fines han sido altamente espurios. El empeño del letal presidente en su letal y dudosa alarma mucho tiene que ver con la mordaza que ahora degusta. Tanto que busca socios hasta en el subsuelo. Para formar gobierno y para prorrogarla. 

Cuando gobierna la ruina moral, pisar la calle por el bien común es también una exigencia de la misma índole. Deben continuar reivindicándose los derechos fundamentales. El mayor, sin duda, el derecho a la vida. En positivo. Sí a la vida. Y, por tanto, no a leyes que la vulneran. Sí a la unidad nacional. Y por tanto, no a quienes quieren destruirla, incluso desde las instituciones. El sí debe representar un valor. O no es un sí que impulsa y transforma. 

Cuando la calle es únicamente expresión de rechazo, lo que destila realmente es odio. El odio que se lleva dentro. El mismo odio que amplifica cada vez más nítidamente la tribuna de la sede de la soberanía nacional. Desde ambos extremos. Sobran motivos para denunciar lo que este gobierno está haciendo con nosotros, con las familias y con los muertos. Y a estos, por decenas de miles, más que las que reconoce impotente la propaganda monclovita, una mayoría de españoles recuerda y homenajea en silencio desde el día en que mueren. El agradecimiento a quienes, en su mayoría, construyeron la España que hoy vivimos no espera a que el desbordado y desnortado mando único levante el pulgar.  

La calle es también el monte. Al que se echan a pecho descubierto quienes optan por grito como acción política. El que más grita soy yo, podría subtitularse. Pero hay gritos tan ilustres como el deseo de serlo. Y tan desesperantes, incluso existencialmente, como el de Munch. Por eso, es mejor que la calle hable y no grite. Porque, quien grita, no escucha. Y menos aún si el claxon ensordece y desentona. O celebra, cuando poco o nada hay que celebrar. A pocos metros de los coches, paseaba gente. Tan profundamente indignada como los ocupantes y tan necesitada de su derecho a la libertad de movimientos y de empresa, pero al margen de la algarabía y el ruido. Las formas diferentes también muestran horizontes diferentes.  

La calle es contagio. Es esa emoción a la que apelan los gurús. Pero no todos los agentes de cambio mueven al mismo sentimiento. Por eso la emoción debe medir su intensidad y, sobre todo, su orientación. Si la calle es reflejo de ciertos exabruptos del Congreso, el objetivo no es el bien común. 

La confrontación no nos va a traer un país mejor. No podemos permitir que brote jamás la lepra de la que se lamentó Unamuno. La calle es de todos. Como el dinero público, habrá que recordarle siempre a la ministra de Cabra. Y la calle es todo esto. Pero debe ser encuentro de demócratas. Si no, no es calle, sino jungla. Y anarquía. Y lucha. Y esto solo aflora los ísmos que nos hicieron tan desgraciados. 

Unos pueden mover al grito y al aporreo de la cacerola. Es el activismo de mascarilla no homologada. Puede que sea su expresión ante el caos que irradia el gobierno día tras día, con un virus totalmente descontrolado entre arengas y promesas de fútbol. Solo controlan las cifras. A su antojo. Insulto tras insulto. Pero la respuesta no puede estar a la altura del agravio nacional. Las soluciones vendrán de Génova 13. Como siempre. O no vendrán. Pero no solo urgen soluciones; también confianza. E ilusión. Y, cada vez con mayor urgencia, hacedores de unidad. 

Junto a las distancias de seguridad, en la calle deben pintarse y abrazarse las verdades eternas. Genovés pintó los cimientos para construir y seguir construyendo España sobre ellos. Y así y solo así, el destino próximo seguirá siendo la democracia. Y habrá libertad. E igualdad. Y concordia. 

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