¿Cómo es posible que hayamos permitido que vistan de derecho democrático la decisión de asesinar y asesinarse? ¿Cómo es posible que lo hayamos asumido y normalizado? ¿Qué complejos llevan a una mayoría a dejarse pisotear por una minoría totalitaria? Ningún derecho hay más antidemocrático que el que arrebata precisamente la condición de ciudadano, arrancándole de la vida. A los que privan de nacer y a los que agilizan su desaparición. La muerte legal es la alfombra roja de la muerte del hombre. Y de la muerte de la sociedad.
Esto no importa lo más mínimo en la vida política actual. Porque quienes imponen la acertadamente llamada cultura de la muerte, saben que quienes se resistan y decidan combatirla, deberán hacerlo con suma inteligencia. Pues la guerra del bien contra el mal se libra batalla tras batalla. Y la inteligencia supera nítidamente a la agresividad. Es más, debe dulcificarla para dar fruto. Es el pilar de la credibilidad y de la emoción. Y son ambas las que contagian. Y deciden.
La vida es alegría. No, desde luego, como la hemos sufrido en esta semana tragicómica de peleas de poder en Murcia y Madrid, con alcance en Castilla y León. Y esta alegría anega cualquier decisión sobre los derechos reales de los ciudadanos. Los que les hacen y les preservan como personas libres. Tras la cortina informativa del sainete del poder, el Senado ha avalado el proyecto de Ley de Eutanasia, que regresa al Congreso para su aprobación definitiva. La muerte tendrá un nuevo escaño en el Congreso y en el Senado, pues la mayoría destructiva lo aprueba y la minoría contraria solo pulsa el botón acertado.
Votar a favor o en contra -en contra de la muerte; a favor de la vida- no basta; la bandera de la vida debe ondearse más alta que nunca cuando más se persigue el principal derecho natural. Y el principal derecho de ciudadanía. Pero para esto hay que creerlo y transmitirlo más allá de las palabras. Y convertirlo en hechos que hagan despertar a una sociedad excesivamente dormida desde hace 17 años. Porque en estos 17 años no ha habido apenas diferencias.
Son los 17 años de la llegada a Moncloa de Rodríguez Zapatero, el peor presidente de nuestra democracia hasta el inmerecido Sánchez Pérez-Castejón. El proyecto socialista para España ha acaparado ya todos los ámbitos de destrucción posibles: terrorismo de Estado y malversación de fondos públicos; revanchismo guerracivilista y división entre españoles, como primer disparo a la línea de flotación del acuerdo de la Transición, y destrucción del régimen democrático a través de la persecución y anulación de la división de poderes.
Esta semana se nos ha lanzado el ‘socialismo o libertad’ desde la capital de España. Yendo a las profundidades, la batalla es realmente entre la muerte y la vida. Si es realmente lo que un proyecto político se atreve a defender y a cimentar en su transversalidad. En estos extremos nos movemos en realidad; no entre la derecha y la izquierda que insisten en presentar hoy del modo más extremo posible. Será la constante que profundizará en la división, a la espera de ese proyecto que una la verdad frente a la farsa. Y ahí, se desinflarán los extremos que hoy nos lanzan a la cara, manchados de bilis y envueltos en banderas.
Ante Sánchez, Iglesias y todos los que se arriman para destruir España, no basta un trasvase de cargos públicos que dejan de serlo de un partido a otro. La unidad del voto no es el fin. Evidentemente, tampoco lo es la unidad de rostros difusos. El fin es la unidad de proyecto político. Y no de cualquier proyecto. Porque, si el proyecto es de vida, todos querrán vivir. En paz y en prosperidad. Solo unos pocos preferirán seguir defendiendo el sinónimo infundadamente yuxtapuesto de socialismo o muerte.