Ambición para liderar la calle y las instituciones

La Moncloa. Archivo histórico.

Pocos días después de la investidura de Pedro Sánchez, motivaba una conversación con alguien muy cercano y abismalmente distante en cuanto a ideología. A priori. Le pregunté si estaba de acuerdo con la amnistía y respondió con un sí soldadesco. Para un votante tradicional del PSOE, amnistía es verdad y bien. Antes, no. Ahora, sí. Tal cual, mi interlocutora asumía la bondad del olvido impune para pacificar Cataluña. Comprobé que el argumentario oficial había calado sin duda alguna. Palabra de Sánchez.

En mi turno, reproché el desguace constitucional que está acometiendo el presidente. Sin rubor y sin retorno. Y respeté, por supuesto, su posición -la de mi compañera de conversación; no la de Sánchez-. La democracia también es esto. Y añadí algo que creía y creo con profundo corazón demócrata -es decir, después de separar toda cáscara ideológica y de ceñirme a la gravedad del contexto-: Feijóo debería haber ofrecido en última instancia los votos del Partido Popular y destruir allí, en plena sesión de investidura, el muro indigno que Sánchez presumió de levantar contra quien no obedece sus caprichos en tiempo real. Esto es, contra la mayoría de los españoles. 

Sánchez no lo habría aceptado y su relato guerracivilista se habría desmoronado sin posibilidad de que Patxi López y Óscar Puente lo sostuviesen con su talante habitual. El ministro Bolaños habría regresado del mundo orwelliano en el que se empeñaba en introducirnos obscenamente a diario. Hoy, por cierto, calla en la nevera. A Puigdemont se le habrían juntado las letras en la pantalla y no habría atinado con el oportuno tuit exabrupto. Miriam Nogueras habría conocido la generosidad de empeñarse en mantener España unida. A Aitor Esteban se le habría gripado el tractor y atragantado las cosecha de 2024. A los diputados de Bildu les habrían venido a la cabeza aquellos a los que sus homenajeados asesinaron, incapaces de soportar su grandeza y su lucha por la libertad. A Yolanda Díaz le habría desaparecido la impostura cándida y se habría quitado el disfraz en un acto reflejo. Y a Santiago Abascal se le habría descosido, impetuoso, el botón primero de la camisa. 

Una intervención postrera de Feijóo, tras la del Grupo Parlamentario Socialista -reglamento coral en mano por la debida urgencia-, habría resultado desgarradora para quienes, empecinados, trabajan para que volvamos 80 años atrás. Estoy convencido de que ni siquiera lo desean quienes respaldaron con su voto en julio la fase aún entonces oculta del plan de Sánchez. Al menos, no todos. Ésta es la esperanza de convivencia en democracia a la que al menos yo me aferro. Y lo que urge es contagiarla sin restricciones.

Esta esperanza debe dirigir la convicción y la acción incuestionable de todos los demócratas en defensa de nuestra Constitución y nuestro Estado de derecho. Nuestra Carta Magna cumple 45 años de vigencia y de fortaleza; no sólo de historia. Y, cuanto más agrietado vemos su cimiento, más debemos correr a tapar las grietas, que hoy son profundísimas. Hoy es el propio gobierno el que pilota el taladro y la excavadora. La obligación de todo demócrata es denunciar con tanta firmeza como serenidad cada una de las tropelías de Sánchez y su Ejecutivo. Y, en particular, ante el plan de subversión constitucional que implica de facto la ley de amnistía que han elaborado quienes serán amnistiados. Una ley que Sánchez anticipó en bandeja de plata para seguir siendo presidente del gobierno. La dignidad del cargo más ilustre, manchada por completo por el presidente más indigno. 

Sánchez se apropió del PSOE y se ha servido de sus siglas para firmar la defunción de nuestra democracia mientras él se mantiene en pie sobre la tumba. Una tumba que ha construido la mayoría parlamentaria contraria a la Constitución, y que lidera el propio PSOE. Bajo el techo de Moncloa, las minorías comunistas, independentistas y filoterroristas han encontrado el cobijo que aguardaban; han visto en Sánchez la oportunidad única para romper la unidad de la nación y convertir España en un Estado enfrentado, fracturado, insolidario y sometido en todos sus poderes a un Gobierno al que imponen su sectarismo a través de esa mayoría. Es el desguace constitucional. 

Gobernar no es esto. Por eso, el drama de la España actual es el Gobierno de Sánchez. Y este drama requiere de un liderazgo que una al tiempo que denuncia. Que acoja al tiempo que combate. Que ensanche al tiempo que aparta la cizaña del trigo. Todos pueden liderar el enfrentamiento y regodearse en él. Pero no todos pueden liderar la unidad que consiga superar este despropósito general que lleva la firma de Sánchez y el PSOE. 

La oposición a este gobierno y a esta mayoría parlamentaria contraria a la Constitución exige la capacidad de iluminar una España unida que hoy no existe. Precisamente para que se abra paso. La sombra es hoy Moncloa. La sombra son sus pactos oscuros y espurios, que hoy, blindados, Sánchez defiende con una devoción profundamente insultante. 

Ante un plan que destruye la unidad nacional y la democracia, y que avanza sin dilación, la esperanza política recae necesariamente hoy en el Partido Popular. Su acción debe ser firme ante cada avance del plan; sagaz ante cada provocación; responsable ante cada escenario; abierta ante cada sensibilidad ideológica entre los españoles, y ambiciosa para anticiparse y liderar coherente y continuamente la calle y las instituciones.

El PP no está solo. Le acompañan las instituciones, los colectivos y los ciudadanos que han demostrado ya un posicionamiento público sin precedentes para preservar lo que nos une. Para que nos una aún más. Le acompaña, en definitiva, una mayoría incuestionable. Pero esta mayoría debe convertirse en abrumadora. Feijóo debe atraer a muchos más en torno al proyecto que hoy lidera. Para ello, necesita manos y voces completamente libres y equipos con auténtica vocación política, que sean protagonistas de un proyecto coral capaz de acoger sin renunciar a lo que debe representar. Un proyecto que debe liderar a su vez cada territorio. 

Desde hace unos días, el fondo de escritorio de mi ordenador lo ilustra la foto del encuentro entre Suárez y Tarradellas de junio de 1977. El que encabeza esta reflexión. El entendimiento fue posible cuando la decisión de reconocer España como nexo y la Constitución como garantía permitieron superar las diferencias más viscerales y unir a diferentes en el Estado social y democrático de derecho que somos. El modelo estatal más descentralizado del mundo. El modelo estatal que blinda la indisoluble unidad de la nación española. Porque el problema no es, en este caso, la ideología. La ideología es inseparable de la acción política. El problema es la decisión del propio gobierno de quebrar la Constitución y, con ella, nuestra convivencia en igualdad y en libertad. 

Aquella altura política y moral de los protagonistas de la Transición -con el Rey Juan Carlos y el propio Adolfo Suárez en cabeza- ha caído hasta el subsuelo actual con Sánchez. Su egoísmo y su sectarismo obligan a la España de 2023 a afrontar un proceso de resistencia compartida. 

Cunde un desánimo propio de posguerra. De haber perdido todo. Pero no. Aún no lo hemos perdido. No lo perderemos mientras mantengamos viva la llama del inconformismo democrático. Ley. Libertad. Legado.  

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