Pedro Sánchez pronunció el término y, endiosado, quiso convertirlo en maná socialista de un poder insaciable. La amnistía es el respirador del candidato y la eutanasia de nuestra democracia. El PSOE presume de crear términos y eslóganes nebulosos que suavicen su acción destructiva. Esta muerte digna culmina la noche más larga de vino y rosa que Alberto Núñez Feijóo quiso derogar primero y luego creyó democrática y pactista.
La misma noche electoral de julio, Sánchez celebró eufórico su derrota y mostró su mayor enajenación. Se abstuvo de reconocer y felicitar al ganador en las urnas. La suma era lo único importante y las mentiras y los excesos nunca han sido obstáculo para que su plan avanzase desde 2018.
Sánchez ha enmudecido a muchos que creían que nunca llegaría tan lejos y ha regalado argumentarios suicidas en diferido a quienes se aferren a la causa de la sostenibilidad salarial, mientas el barco se hunde. El PSOE no es hoy un partido; es una organización hipnotizada.
Sánchez ha desvelado al fin su operación sin anestesia propagandística. Si recibe la confianza de la Cámara, se ha comprometido a dinamitar con premura y sin escrúpulos nuestro Estado de derecho porque el tiempo juega en su contra. Sólo Armengol ha tratado de manosear las manillas mientras su jefe de siglas y de poderes entregaba la llave del proyecto común de todos al club de sus radicales enemigos. A un golpista prófugo de la Justicia; a un indultado inhabilitado, a terroristas blanqueados sin perdón, a los herederos de Arana -insolidarios confesos e incomprensiblemente hoy de izquierdas- y a los comunistas de siempre, hoy con voz dormida. Y a otros que se posicionan en el mismo frente. En una suerte de guiñol, son ellos quienes deciden cuándo y cómo se ejecutan las órdenes. Ahora Sánchez es el mediador. Él sólo ha pedido no quedarse desnudo en la calle y llevar consigo el espejo de la fantasía y la máquina del tiempo para recuperar el odio del 34 noventa años después. Si el independentismo ha podido manipular la historia, Sánchez quiere reescribirla como sea desde aquel odio primero a la ideología diferente, a la legitimidad de la alternancia política y al respeto a la Constitución.
Sánchez recibirá previsiblemente mañana la prórroga para avanzar aún más en su plan. El plan que pretende convertir a España en una autocracia chavista sin permiso de Felipe VI. El plan que cuenta con esa luz guerracivilista que tanto le ciega y que, incomprensible y dolorosamente, aún perdura.
El paso definitivo es la disolución de la separación de poderes, el borrado de los delitos contra la nación -y contra la soberanía nacional- y la sumisión del Poder Judicial al gabinete de Moncloa, en el que sus socios de andadura ocupan un palco provisional de honor y llevan gafas de realidad delirante: ‘El Estado español es un Estado policial que persigue ideas políticas’, ‘en Cataluña existe un conflicto político que debe solucionarse por vías democráticas’ y ‘la convivencia y el interés general merecen esta excepcionalidad’. El texto de la ley angular de amnistía es insultantemente indigesto para cualquier demócrata con los cinco sentidos. La elección de los términos, tan perversa como el padre mismo de la propaganda.
El sueño de Montesquieu se desvanece con aspirantes irracionales y kamikazes como Sánchez. Así muere la democracia. Cuando la Constitución es el enemigo y no el garante; cuando se persigue abiertamente a jueces y periodistas que se atreven a buscar y a publicar la verdad; cuando los derechos y las obligaciones no son los mismos para todos; cuando la ley es caos.
Sánchez ha manifestado que va a seguir la senda de las democracias que dejaron de serlo. La ejecución del plan depende de unos pocos votos de diputados socialistas que, en su contradicción más profunda, decidirán cómo quieren que se les recuerde. El candidato ha regalado esta condición a los suyos. La oposición no puede regalarle el más mínimo signo de debilidad y asunción. En esta intensa sesión parlamentaria, sus señorías deciden a qué va a evolucionar la España negra de Sánchez: a su erial o a la supervivencia del modelo democrático más orgullosamente decidido entre diferentes.
No es una página de ficción. Es la España de noviembre de 2023. Y no es política ficción. Es la realidad que han consolidado en el tiempo los errores, la cobardía y la permisividad de muchos y la maldad de otros. La España más polarizada y más amenazada que he conocido. La España en la que no me reconozco.
La dramática disyuntiva exige una respuesta de igual magnitud. La respuesta al compromiso de traición de Sánchez debe unir a la mayoría constitucional. También -y sobre todo- a quienes han representado y representan al PSOE. También -y sobre todo- a quienes han votado y votarían al PSOE. La mayoría debe unirse para mostrar un firme rechazo colectivo. Y debe hacerlo ahora. Al margen de convocatorias partidistas y renunciando a todo intento de división. Muy al contrario, debe unir sensibilidades. Debe hacerlo con el liderazgo del Partido Popular; el partido que ganó las últimas elecciones y cuenta con el mayor respaldo social. El partido que es hoy la única alternativa a Sánchez. Y debe hacerlo sin sus siglas en cabeza. Debe sustituirlas por el paso tranquilo de Feijóo junto a Felipe González, a José María Aznar, a Mariano Rajoy y a los padres de la Constitución; a Alfonso Guerra, a Jaime Mayor y a tantos exministros. Y, con ellos, presidentes de Comunidades Autónomas, presidentes de diputaciones provinciales y alcaldes. Y, con ellos, a intelectuales, a jueces, fiscales y abogados del Estado; a funcionarios y a representantes de la sociedad civil que hoy tienen cargo, voz y compromiso auténtico con el bien común. Y, tras todos ellos, la España real. La España tranquila. La España unida.
Pongamos como lema ‘La mayoría es ésta. La España democrática’. Pues es lo que realmente somos y es así como lo somos. Como Estado social y democrático de derecho, en el que la separación de poderes es la garantía constitucional que blinda la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. En el que la soberanía nacional reside en el pueblo español. En el que el Rey representa a todos; es símbolo de unidad y concordia. No hay otro modo de ser iguales y libres. Y, gracias a nuestra Constitución -nuestra mejor herencia recibida-, lo somos. Contemplar no hacerlo debería ser siempre motivo de rechazo; nunca de justificación.
Manifestemos esto en Madrid, capital del Reino. Juntos. Antes de que el Congreso avale el avance del sanchismo. Manifestemos esto ante la nación y ante el mundo. En silencio. Con la mirada firme y la mano tendida a derecha y a izquierda. Hagámoslo. Y después, todas las acciones necesarias. Pero primero unidad. Unidad ante la claudicación.
El nuevo ‘¡basta ya!’ debe construirse así. Para que la España que somos sobreviva a esta humillación que nos despeña “en aras del interés general” de Sánchez. Ante el desánimo inducido, nos acompaña la esperanza y debe movernos la máxima determinación.