La banalidad del mal avanza, gracias a quienes la abrazan y también a quienes se someten a ella y miran para otro lado. Un mensaje en política es tan volátil como interese a quienes deciden y a quienes sirven a quienes deciden. En cambio, una persona existe desde que es engendrada hasta que muere. La vida es el primero de los derechos innegociables y, al mismo tiempo, el más anulado. El totalitarismo ha adquirido tal fortaleza revestida de contraderechos que proteger la vida requiere de una inteligencia y una autoridad infinitamente mayores que las que proyectó la comparecencia del Consejo de Gobierno de Castilla y León el pasado jueves.
La ley protege hoy la opción de abortar en España. Pero la decisión está lejos de ser libre. Privan de libertad a esa decisión las defensas irracionales y cada vez más jactanciosas de la opción de eliminar la vida más indefensa. Y muestran que el drama del asesinato de no nacidos queda amparado, no sólo por la ley, sino también por un marco social de destrucción consolidado.
Ser provida es hoy una opción de riesgo. En realidad, es la opción de riesgo más necesaria. Tanto que no puede quedar reducida al posicionamiento público de partidos de enfrentamiento previsible, en este caso. Esto también es un drama social. Ser provida debe ser una obligación moral pública para todo defensor de los derechos humanos, pues es el primero de ellos el que más se destruye. Ser provida es el derecho más natural, pues sólo la vida nos permite pensar en el concepto mismo de derecho, después de permitirnos tan sólo respirar.
El marco es la clave. Si el mal campa a sus anchas en todos los ámbitos de la sociedad, gana un terreno que acaba haciendo suyo. El mal es el totalitarismo. Y el totalitarismo odia la libertad, salvo cuando la utiliza para disfrazar la imposición -más aún la muerte- y afianzarla con la dictadura de una mayoría. Mayoría parlamentaria. Y mayoría social. No hay libertad posible para asesinar. Habrá libertad para decidir lo que conviene. Y, salvo en el marco mental del totalitarismo, lo que conviene siempre es la vida. O acabará todo.
Ésta es la teoría. La más básica. La que parece que cuesta, en cambio, defender públicamente y quizá aún más hacer entender. Pero es la que debe quedar clara para todo hombre que busque el bien. Y el bien común. La práctica debe ser mucho más ingeniosa. Debe mostrar el drama, pero no sólo el drama; también la felicidad de quien decide permitir vida y regalar vida. Debe ser instructiva y contagiosa. La elección más triste es la de la muerte, pues mientras alguien acaba con una vida ajena, está comenzando a acabar también con la propia en una misma decisión. ¡Que todos vean que la vida es el progreso y la muerte es el fin!
La ausencia de un proyecto político transversal en España impide hoy defender todo lo que es necesario defender; todo lo que es necesario defender y trasladar a un marco legislativo que garantice una prosperidad auténtica. La vida, sí; siempre. Y, junto al embrión de toda capacidad humana y, por tanto, social, garanticemos la libertad, la justicia, la igualdad de derechos y de oportunidades ante la ley y la familia; la propiedad y la generación legítima de riqueza; la iniciativa privada, la Constitución y el Estado de las Autonomías; garanticemos la utilidad del Estado al servicio de los ciudadanos; garanticemos el acuerdo por encima de las diferencias salvables, que son muchas.
Y, junto al qué, la ausencia de este proyecto político transversal en España impide hoy defenderlo como es necesario defenderlo. La decisión es ofrecer; no imponer. Es mostrar; no controlar. Es acoger; no perseguir. Es ganar la confianza. Es atreverse. Es legislar. Es levantar la cabeza con la seguridad de hacer lo correcto. Y es rezar, claro. Y así y sólo así habrá cambio. Juan Pablo II, el primero de nuestros grandes santos contemporáneos, lo dejó claro en Madrid en 2003, en su última visita a España: “Las ideas no se imponen; se proponen”. Nada contagia más que la alegría. Y sólo se alegra quien está vivo. Vivo plenamente.
La cuestión de la vida, tan perseguida siempre y tan arma ideológica arrojadiza, ha servido esta semana para ocultar mediática siete días más de empobrecimiento de los españoles y de concesiones indignas a delincuentes que siguen jactándose de sus delitos. Y, en definitiva, de destrucción social. La destrucción llama a la destrucción. Pero nuestra llamada es a construir una sociedad que deslegitime y aborrezca su propia destrucción. Algo tan de sentido común que muestra la ausencia de sentido común. Y para esto hacen falta mucho más que mayorías.