Joseph Ratzinger ha fallecido para el mundo. Sin embargo, la muerte del Papa emérito ha supuesto una nueva fumata blanca en la historia y hemos sido testigos de ella. Su última peregrinación temporal, de la Plaza de San Pedro a la Gruta Vaticana en la víspera de la Epifanía, me llevó a la primera: la que reunió a un millón de jóvenes en Colonia, en 2005. Aquella gélida explanada de Marienfeld -Campo de María- sucumbió a una nítida expresión de amor al nuevo Papa. Un millón de jóvenes acogía a Benedicto XVI, que les convocaba y hablaba por primera vez de la clave de la auténtica felicidad: el encuentro personal con Jesucristo, que cambia la vida.
Era mi primera Jornada Mundial de la Juventud. Y también la suya. En su Alemania natal, comencé a descubrir el gran regalo del Ratzinger Papa y su impronta: la sencillez, la radicalidad evangélica y la doctrina de la Iglesia, que sólo se entienden cuando se sigue la estrella que guía a Belén: a la pobreza que Dios escoge para hacerse hombre. Y cuando allí, descubriéndolo, a Él y sólo a Él, se adora.
He seguido la despedida del Papa emérito con la tristeza de quien pierde a un ser querido imborrable. Y con emoción ante cada detalle, cada instante y cada relectura, que hablan hoy de un modo renovado y quieren transmitir mucho más que un hito en el mundo y en la Iglesia. Ha sido la despedida de quien confirmó mi fe en mis días de prueba y se erigió en el gran faro para un mundo que necesita a Dios y sólo puede encontrarle si lo busca.
Su última Jornada Mundial de la Juventud también fue la mía. En Madrid. Y allí trasladó una nueva invitación a la firmeza en la fe. La misma que plasmó en su testamento espiritual, que hemos conocido tras su muerte. Sólo quienes compartimos con él la “aventura” de Cuatro Vientos podemos hoy recordarle como el Papa que revivió la escena de Pedro en la tempestad y permaneció porque confió.
Benedicto XVI empeñó toda su vida en demostrar que sólo la verdad nos puede hacer libres. Tan libres como valientes ante un mal con demasiados planes, con múltiples rostros y con aparente capacidad para imponerse; un mal que hace demasiado ruido, tal y como él mismo expresó, con la evidencia de que no tiene ni tendrá la última palabra.
Ilustró su Pontificado con un lema esclarecedor: ‘Cooperatores veritatis’ -Cooperadores de la verdad–. Pues es la verdad la que estuvo, está y estará siempre amenazada. Y sólo la verdad, que es Jesucristo en primer y último término, nos puede llevar al bien. No hay otro fundamento sino Dios mismo para construir una sociedad justa que proteja al hombre frente a quienes quieren destruirlo con constante apariencia de protección y falsas promesas y seguridades.
Marcó ya su inicio de Pontificado con un rotundo mensaje: “La Iglesia está viva y es joven”. Sí. La Iglesia está viva porque Jesucristo está vivo. Y sí, nos prometió un mañana. Eterno. Y nos pidió buscar el Reino de Dios y su justicia, con la promesa de que todo lo demás se nos dará por añadidura. Por eso, aunque la Iglesia sea perseguida, es indestructible.
En Benedicto XVI recibimos a un gigante intelectual y humano al servicio de la Iglesia y del mundo, que entregó su vida para responder a lo que el mundo y la Iglesia necesitaban. Al vibrante Papado de un san Juan Pablo II conquistador de emociones, misionero incansable y defensor de la libertad ante la opresión del comunismo, continuó un padre enamorado de la verdad. Esa verdad a la que nos enseñó que podemos llegar por la fe y por la razón, pues son necesariamente compatibles; nunca opuestas.
El Papa Ratzinger fue, en definitiva, un enamorado de Jesucristo. Y, por tanto, un enamorado de la tradición de la Iglesia, que es consecuencia del camino enriquecido y compartido de la fascinación por el bien, la verdad y la belleza a lo largo de más de 2.000 años. Por eso la Iglesia es el objetivo del mal. Porque la Iglesia es el camino para el bien: porque Jesucristo es el camino, la verdad y la vida.
He vivido la partida de un nuevo santo contemporáneo con profunda admiración y agradecimiento y no menor deseo de volver sobre sus pasos. Quizá no sea fácil asumir el incomparable legado del Papado de Joseph Ratzinger y la grandeza de su persona. Del Papa perseguido y manipulado que afrontó las peores horas de la Iglesia con una firmeza impensable para muchos. Su renuncia, libre y generosa, mostró que nada es casual en el plan de Dios y dejó sin palabras a quienes sólo entienden el mundo en términos de poder. Su presencia silenciosa en su etapa final ha sido profundamente elocuente. Su partida ha sido su última muestra de santidad. Santo subito. Santo ya. Santo doctor de la Iglesia.